¡Vaya tropezón!

Finalmente, el incondicional corazón pasó factura. Siempre ahí, sin parar un solo segundo, en una frenética actividad de la que depende el resto del organismo, a nuestro corazón parece que nunca le sucederá nada…hasta que le sucede. Sólo entonces nos detenemos a pensar en él y en las posibles razones a las que pudo haber obedecido cualquier daño, como el infarto que sufrí hace apenas unos días.

 

No sé si se trata de los miles de platos de pancita (con pata o sin pata) que me he comido en mis andares por la vida. O los tacos de cachete, lengua, nana, buche, nenepil, trompa o hasta oreja de El Paisa en San Cosme. O los de carnitas de Los Panchos (con quesadillas de sesos, claro), y los panuchos de cochinita pibil en El Círculo del Sureste, pasando por las tortas o tacos de chicharrón de pavo en El Rey del Pavo. O los suculentos platos de consomé de carnero que me esperaron muchas veces en el mercado de Mixcoac, acompañados de un taco de espaldilla o de sesos. Ello por no mencionar el festival de colesterol que implicaba un coctel grande de camarón en el mercado de San Pedro de los Pinos. El Garnacha Lover me apodaron mis hijos y sus amigos.

 

Leyendo sobre el tema, queda claro que las posibilidades no se agotan ahí, sino que se asoman también las muchas copas de alcohol consumidas o aquellos miles de cigarrillos o puros que en forma tan sabrosa me fumé trabajando, tomando una copa de coñac o disfrutando de una magnífica tertulia. Son muchos los factores de riesgo para una cardiopatía, entre los que se cuenta también el estrés o las emociones fuertes, que han sido, para bien o para mal, una constante en el recorrido de la vida que escogí. Al darme de alta del hospital, bromeaba con mi esposa, diciéndole que, si de algo jamás podría quejarse es de haber tenido a mi lado una vida aburrida.

 

Resulta interesante compartir con mis queridos lectores algunos detalles de lo sucedido, que ha representado, a no dudarlo, un parteaguas en mi vida y motivo de muy profundas reflexiones. Nos encontrábamos en Huatulco, en nuestra vacación anual, disfrutando como pocas veces de los hijos y los maravillosos y adorables nietos que llegaron para cambiar nuestra vida para siempre. Yo había previsto venir a la Ciudad de México para una reunión de trabajo que me resultaba muy importante. Saldría el martes 2 de julio, tendría mis reuniones el 3 y regresaría el 4.

 

Las cosas transcurrían con normalidad, hasta que el fin de semana me cayó una fuerte gripa, que en esa ocasión pareció acompañarse de una ligera opresión en el pecho que mi doctor atribuyó, al hacerle la consulta telefónicamente, a una posible inflamación de los bronquios. Decidió entonces concentrarse en tratar con antibióticos y analgésicos el padecimiento y en caso de que las molestias persistieran, revisarme con motivo de mi visita a la capital.

 

La gripa desaparecía, pero no así la molestia en el pecho, la cual, sin embargo, se reducía con el analgésico. Ya en casa, después de viajar de Huatulco, a eso de las dos de la mañana, sentí que el dolor aumentaba y que era más concentrado en un punto que, en ese momento, no identifiqué como el corazón. Decidí entonces tomar otra dosis de iboprufeno que me calmó considerablemente el dolor, permitiéndome seguir con la rutina matinal del baño, el desayuno y la atención de mis reuniones y una comida de trabajo. Hoy sabemos que todo ello lo hice después de sufrir el infarto, el cual fue en cierta medida silencioso o, como suelen llamarle también, un «infarto caminante». Debo aclarar que, si bien no existió un dolor severo, sí me sentí raro durante el día, seguramente con fiebre. Fue así como me presenté en el consultorio de mi médico quien, al revisarme, incluyó un electrocardiograma que motivó que nos fuéramos directamente al área de urgencias del hospital donde se encuentra también el consultorio.

 

Pensando inicialmente que sólo íbamos a despejar alguna duda surgida del electro, ahora estaba totalmente sorprendido por la acción colectiva y coordinada de seis u ocho personas en el cubículo de emergencias, tal como sucede en el programa ER de televisión; 14 horas después del ataque, de un momento a otro, era yo ya el protagonista de un evento tratado con el código correspondiente a un infarto al miocardio. Una enfermera desvistiéndome, un amable chico metiendo mi ropa y pertenencias a una bolsa de plástico, otras enfermeras haciendo las mismas preguntas, otra conectando un catéter a mi vena, y un empeñoso doctor practicándome un ultrasonido del corazón, cuyo resultado mostró a quien me fue presentado como el cardiólogo a cargo de mi caso.

 

-¿Señor…?

 

-Espinosa, le dije, Óscar Espinosa. Mucho gusto, me dijo, agregando: «Mire, tuvo usted un infarto que afectó a buena parte de su corazón, por lo que debemos actuar de inmediato. No hay tiempo que perder. Le practicaré una angioplastia para desbloquear dos arterias y le colocaré dos stents». Yo sólo atinaba a mírarlo impresionado y tratando de tomar nota de todo lo que me decía. «Intervendré por su brazo o por su ingle, hasta llegar al corazón, usted estará consciente y sólo anestesiaremos localmente y a lo largo del recorrido del catéter».

 

-Un favor, doctor. Necesito hacer una llamada.

 

-¡Claro!, me respondió y recuperó mi teléfono de algún lado. Marqué el número de Óscar, mi hijo, y puse un whatsApp a mi señora, que seguía, quitada de la pena, en Huatulco. A él, con voz entrecortada, le dije que me encontraba en urgencias, aparentemente con un infarto, y que me operarían de emergencia. A ella, en el mensaje sólo le dije que me harían unos estudios y que nuestro hijo iba en camino para allá.

 

Todo se había venido encima en cascada. En la camilla, camino al quirófano, por la mente me pasaron cada uno de mis seres queridos y por un momento, escurrió una lágrima al pensar que quizás, no volvería a ver a mis nietos ni conocería al que está por nacer.

 

De un momento a otro, pasé a ser un objeto de la ciencia, de la medicina. No hay ya ninguna voluntad de tu parte que se imponga a los criterios médicos. No hay, de ahí en adelante, ningún pudor y así, pasas de una habitación con frío a otra con mas frío. Pudo haberte importado antes que una mujer te mirara desnudo y ahora, te manipulan en un impresionante procedimiento para bañarte encima de la cama. Has pasado, además, a vivir de lleno la mercantilización de la medicina, viviendo, por ejemplo, el caso de un doctor que pareciera estar ahí para idear qué nuevo implemento o catéter te puede vender.

 

Al mismo tiempo, las buenas almas te rodean: en las personas de mis seres queridos que no se despegaron de mí y en las de muchos médicos, enfermeras y camilleros que acreditan la bien ganada fama de calidez en el servicio que distingue a nuestro país de muchos otros en el mundo. Con suerte puedo decir, después de dos crisis llenas de dolor y ansiedad, todo tendió a mejorar y la respuesta clínica fue muy buena, lo que me permite compartir con mis lectores esta experiencia de vida… y de muerte. ¡Vaya tropezón que me estrelló de narices con el extremo de mi vulnerabilidad y que me hará repensar toda mi vida a futuro!