“Parejas extrañas”

Autor: Víctor Hugo Hernández Cedillo

Hace años en una noche de sábado, después de una larga y pesada semana de trabajo en la oficina, fui por mi novia a su trabajo. Le había prometido que por fin la llevaría al estadio azteca para que viera jugar a su equipo. Al llegar, me estacioné frente al edificio en donde ella trabajaba. Apenas distinguí su silueta por el retrovisor, y subí el seguro de la puerta, ella entró. Por las prisas y el temor de no encontrar carga vehicular sobre Tlalpan, inmediatamente que ella cerró la puerta, yo arranqué y me fui veloz de ahí. No tenía ni una pizca de ganas en ir a ese estadio, estaba tan cansado que hasta me pareció ver una sombra la que había entrado al auto. Ella no dijo ni una sola palabra, inclinó su cabeza y se durmió. Después de manejar sin detenerme, por fin me tocó el embotellamiento vehicular. Ahí volteé a verla, ¿y cuál fue mi sorpresa?, me di cuenta de que la que estaba sentada y dormida a mi lado, no era mi novia. Esta extraña mujer se notaba demasiado inteligente, pues ella traía puesta una playera del Guadalajara. No tenía la menor idea de quién era la copilota desconocida, pero sinceramente, no me desagradó la mujer que vi. En ese momento, sonó mi celular. Era mi novia, me llamó para decirme que ya llevaba 15 minutos esperándome. No tuve el valor de decirle sobre el error que había cometido. ¿Qué le iba a decir? ¡qué me había equivocado y que ahora iba a mejorar la raza! No. No me atreví. Por la pena, solo se me ocurrió decirle que me disculpara, que no podría llegar y que se fuera en taxi. Recuerdo que me dijo algunas palabras obscenas y me colgó molesta. No le di importancia. Supuse que la mujer que me acompañaba, también se había confundido con el carro de su novio, de su marido o con su taxista de confianza. La vi tan relajada que no quise despertarla. La sorpresa me había quitado el cansancio. En cada semáforo volteaba a ver la bella durmiente y solo me reía. Conocía casos en los que las personas olvidaban a sus hijos en algún lugar, pero no de alguien que se confundieran así. ¡Vaya suceso! La rojiblanca desconocida era una mujer de veinte años aproximadamente, de pelo y pestañas largas, delgada, y de buen porte, casi como mi novia, solo que en modo Perfecta. Ella despertó asustada de un sobresalto, como si se hubiera despertado de

una terrible pesadilla o como si la hubieran pellizcado. Me preguntó que quién diablos era yo, qué quería con ella y por qué la llevaba. Le traté de explicar lo sucedido, pero inmediatamente preguntó que si la iba secuestrar, le dije que no. Le pedí que se calmara, que respirara profundo y que me escuchara. Ella no quería. Le tuve que enseñar mi cartera que tengo con el escudo de las chivas y ahí se relajo. Por fin me escuchó y entendió todo. Se echó a reír a carcajadas y hubo un momento en que los dos no paramos de reír. ¡Pero qué tonta soy!, decía entre carcajadas. ¡Qué tonta! Luego de platicar rumbo a su casa, supe que se llamaba Rocío y que trabajaba en la misma empresa que mi novia, aunque dijo no conocerla. Su novio tenía un carro muy parecido al mío, solo que el de él tenía los asientos amarillos con un logo del américa y el mío traía los de fábrica. Se subió por monotonía como hacía todos los días: sin fijarse en detalles, sin saludar, hastiada. Ella también había tenido una semana muy pesada en su trabajo. Su casa me quedaba de camino a la mía, así que decidimos que, ya que estábamos en el tráfico, yo la llevaría. Resultó ser una mujer simpática. Los dos coincidimos en que la situación era tonta y cómica a la vez. Llamó a su novio y le dijo que una amiga le había dado un aventón a su casa, porque él como siempre, llegaba tarde y la dejaba esperando por horas. Él ya estaba a punto de llegar por ella a su trabajo, y por lo que escuché, el tipo le gritó un par de groserías, que hasta mí me dio coraje. Él bien se hubiera llevado con mi novia, en una relación tóxica y con un lenguaje florido. Después de una hora de charla dejamos de avanzar. Nos informamos por la radio que la carga vehicular se debía por un terrible accidente, así que toda la avenida se paralizó. Ya era muy noche. La gente apagó sus carros. Puse canciones de Gustavo Cerati mientras ella platicaba, la charla se extendió porque parecía una sesión que desahogaba sentimientos y rencores. Ambos llegamos a la conclusión que estábamos viviendo una vida equivocada. Que nuestro rompecabezas del amor estaba mal armado. Tanto nos reímos del parecido en carácter de nuestros novios, que hasta planeamos hacer que ellos se conocieran y se hicieran novios, obvio solo quedó en plan. Como pude, me orillé y me estacioné sobre la avenida. Vimos un bar cercano y decidimos entrar. Después de pedir las bebidas, siguió la charla. Ahí supe que Rocío había emigrado de Guadalajara solo porque a su novio lo habían cambiado de lugar de trabajo en la capital. Ella no quería dejar su lugar de origen, pero el amor la convenció. Ella pensó que su vida sería como un sueño, pero por lo que me comentó,

todo ha sido una pesadilla. Sus metas eran viajar algún día a Europa, tener una familia, una casa enorme y un empleo bien pagado. Era una mujer determinada, soñadora e ingenua, como suelen ser las veinteañeras. Su novio se la pasaba todo el día trabajando. Él había perdido el interés por ella y al parecer, ya había encontrado una amante. Estuvimos casi dos horas bailando, charlando, cantando y tomando cerveza de barril. Justo cuando se acabó el misil de cerveza, decidimos irnos. Regresamos al auto justo cuando ya estaba el transito despejado. “¡Qué linda noche!, ¿no?” dijo Rocío. Arranqué y ella puso la música, bailaba feliz en el asiento del copiloto. La dejé en su casa y acordamos no enterar a su novio ni a mi novia de lo sucedido. Unos meses después, hubo una fiesta de fin de año de la empresa en la que trabajaba mi novia. Fui invitado. Asistí esperando encontrarme de nuevo con Rocío. La vi en la entrada del salón, esta vez no llevaba su playera del Guadalajara. Llevaba un vestido de noche muy precioso, se veía hermosa. Solo intercambiamos discretamente miradas y sonreímos. En una ida al sanitario, coincidimos y de rápido me contó que un día vio mi carro estacionado frente al edificio y tuvo la tentación de subirse de nuevo. Coincidimos con una sonrisa en que fue mejor que no lo hiciera. Han pasado varios años y no he vuelto a ver a Rocío. Desde esa vez y hasta ahora, siempre tengo cuidado de verificar que sea mi novia la que se suba a mi auto, y de vez en cuando, reflexiono que aunque el amor no entienda de rivalidades, a veces creo que tanto Rocío como yo, vivimos una vida equivocada a lado de una pareja extraña…