Los rituales de la masculinidad

La revisión del riesgo para las mujeres que viven violencia se orienta hacia las características del agresor, su experiencia sobre el uso de armas, el conocimiento de técnicas de combate cuerpo a cuerpo, boxeo o artes marciales, si el agresor es conocido o no y si pertenece a alguna corporación policial o institución militar: así se marcan los puntos SARA, una valoración de riesgo en la pareja.

Esto no es casual, tiene que ver con la incapacidad que desarrollan las personas que están en corporaciones o grupos militares de recibir un no como respuesta, pero también a la violencia a la que regularmente son sometidos, como vejaciones, insultos, maltrato, sometimiento y vulneración que forma parte de esos llamados “rituales de masculinidad”.

En el estudio de la historia de la violencia encontramos distintos momentos en los que esos rituales forman parte de la escuela “aleccionadora” de cómo infringir la violencia, algo que se enseña a los hombres como parte de la competencia, de la resistencia, de tolerar o incluso de vivir el abuso ellos mismo como parte de las prácticas de aprobación para formar parte de las fraternidades de hombres.

Por otra parte, en la revisión de los casos de feminicidio, la saña y violencia casi siempre está relacionado con la experiencia en estos grupos, navales, militares, expolicías o policías que cometen violaciones tumultuarias como parte de ese aprendizaje de violencia contra el cuerpo de las mujeres en el ejercicio del poder grupal, como un pacto dentro de la fraternidad. Pero también envalentonados por lo que pueden hacer como grupos.

Basta revisar que México tiene tres sentencias por tortura sexual ejercida por policías y militares (casos Atenco, Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández Ortega), además de la práctica sistemática de la tortura sexual en el sistema penitenciario, en las detenciones arbitrarias e ilegales, y por supuesto en los retenes o rondines en las comunidades indígenas donde la presencia militar es simultánea al temor de abuso contra las niñas y las mujeres.

Para nadie es novedad, basta revisar las notas de feminicidio de los últimos años y ver que la constante es la presencia de hombres que tenían esas características que están asociadas como necesarias para el ejercicio de esos trabajos de vigilancia, de seguridad o de alguna corporación o institución.

El problema son las instituciones que no saben construir liderazgos ni autoridad sin el ejercicio violento de la autoridad. Las violaciones de los hombres al interior de estos grupos es también una constante, una forma de pacto que se firma entre ellos, quienes aceptan formar parte de esas fraternidades y en consecuencia de la violencia y el uso objetivizante del cuerpo.

En diversas partes del mundo la violencia sexual ha tenido un incremento en su difusión, pero no cualquier violencia, es la violación o el ataque sexual grupal, a raíz de diversos hechos ocurridos en Brasil y en España, pero nunca dejaron de estar presentes en México solo que las víctimas no denuncian por el miedo a ser expuestas por las autoridades.

Pero esta práctica de violencia está directamente relacionada con la reproducción masiva de la violación y el ataque sexual en grupo, como una “moda” violenta en las películas, en fotografías, en publicidad y en representaciones simbólicas que están latentes en el inconsciente colectivo.

La agresión grupal es también la representación del quebrantamiento de la víctima, su total fragmentación y uso cosificado como objeto, es la idealización de una masculinidad fraterna que comparte la violencia.

El origen es cómo se entiende la masculinidad, cómo se ha construido la noción de lo masculino tomando y teniendo como referencia esas prácticas o rituales en las que los hombres compartían espacios desde niños y adolescentes para ir de caza, para competir por quién tenía el pene más largo o lanzaba orina más lejos, es también el muchacho que pelea cuerpo a cuerpo por un lugar en la comunidad, pero es también el hombre que se “feminiza” siendo vulnerado en los ataques sexuales de esas mismas fraternidades.

El problema es esa masculinidad violenta que se concibe a sí misma como una forma necesaria, porque salir y gritar, tomar el espacio público se entiende solo desde el ejercicio del dominio patriarcal y no está para nada dispuesta a ceder a las que hasta ahora son las vulneradas por esa violencia.

Si hay algo que considerar a la hora de pensar en cómo reducir las violencias que estos grupos generan y ejercen, hay que remitirnos a las formas de organización, a la estructura vertical y hegemónica en donde los policías o militares fungen como una especie de “alianza patriarcal” con sus propios pactos, como una fraternidad en la que protegerse, cuidarse las espaldas es lo más importante y no la responsabilidad de investigar y sancionar esas conductas.

*Fundadora del Observatorio de Violencia Social y de Género en Campeche.