Valores de siempre: Carlos Miguélez Monroy. Centro de Colaboraciones Solidarias.

Quienes nacimos entre 1980 y 2000 no tenemos valores cívicos ni de responsabilidad, ni proyectos ni rumbo, según Antonio Navalón, que escribió un artículo titulado ‘Millenials’: dueños de la nada. Como él al escribir un artículo lleno de generalizaciones y lugares comunes, sólo nos importa el número de likes en nuestras redes sociales. Vemos el mundo a través de un filtro de Instagram en lugar de vivir para trabajar y para producir y para ser “gente de bien”, como nos enseñaban esas generaciones a las que él dice representar.

Quienes cargamos contra él olvidamos que siempre ha habido y quizá siempre habrá nostálgicos de supuestos “valores” del pasado y que mucha gente comparte esa visión reaccionaria contra las generaciones posteriores.

Se puede articular un argumentario para utilizar según convenga en cada ocasión: discusión de Facebook, tertulia en los bares o diatriba de un señor mientras comenta lo mal que está el mundo. También por culpa de los Millenials los telediarios bombardean con noticias de accidentes, de desgracias, guerras y todo tipo de tragedias para incrementar los niveles de audiencia.

Podemos comenzar por preguntar cuáles eran esos valores y proyectos de quienes nacieron entre 1960 y 1980, o los de sus padres. En esos años se consolidaron importantes conquistas sociales y políticas. El llamado estado de bienestar, el Plan Marshall para la salida de Europa de la hecatombre tras la Segunda Guerra Mundial, el derecho al voto de la mujer en muchos países del mundo, el final del Apartheid y de regímenes racistas se consiguieron con el esfuerzo de personas que pusieron los medios para conseguir sus sueños.

Pero no todo fue coser y cantar. También se bombardearon poblaciones civiles con napalm en nombre de ese noble proyecto llamado “libertad y democracia”, aunque no todo el mundo entendiera o entienda lo mismo con esos conceptos. Se torturó y se hizo desaparecer a cientos de miles de personas para frenar a ese demonio llamado comunismo y muchos gobiernos convirtieron en dogma las ideas de Milton Friedman.

“Ya no hay sociedad, sólo individuos y personas”, decía Margaret Thatcher. Consiguieron asociar democracia a liberalismo económico a tal nivel que aún no hemos conseguido distinguir una cosa de la otra. Fueron ellos quienes ignoraron las advertencias de Aldous Huxley contra los peligros de una dictadura perfecta: “Tendría la apariencia de una democracia, una cárcel sin muros en la cual los prisioneros no soñarían con escapar. Un sistema de esclavitud donde, gracias al sistema de consumo y de entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre”. En esos años se fraguó un paradigma de individualismo que arrastran nuestro planeta y nuestras instituciones políticas y económicas podridas por la corrupción y por la falta de auténtica representatividad democrática.

Pero tampoco tienen la culpa de todo esto quienes nacieron entre 1960 y 1980, que eran entonces niños o jóvenes con poca capacidad de influencia cuando se puso en marcha ese soñado Fin de la historia de Francis Fukuyama en el que ya iría todo sobre ruedas: supermercados a rebosar, riqueza, democracia y bienestar por todos lados.

Tampoco se puede reducir el comportamiento de las nuevas generaciones al narcisismo y al egoísmo, pues centenares de miles de nosotros hemos empezado a soñar otro mundo y nos organizamos para denunciar injusticias, el deterioro de nuestro planeta y la corrupción de la política. Hemos ido incluso más allá de la indignación para incursionarnos de forma activa y participativa en política, en organizaciones, en cooperativas, en grupos de consumo y en otras estructuras sociales nuevas para influir más allá del IBEX 35 y de las grandes instituciones bancarias. Aún no están maduradas todas las respuestas, pero parte de los problemas se resuelven al formular preguntas importantes.

Podemos tener cierta adicción a las redes sociales y que inflemos parte de nuestro ego con likes y retweets, pero también leemos, nos informamos y nos preocupamos por lo que nos rodea. Y desconfiamos del modelo de felicidad de Coca Cola impostado y que tendremos que remplazar con nuevos paradigmas. Queda en nosotros huir del individualismo, del narcisismo, de las promesas del marketing y de los falsos predicadores para centrarnos en la reparación de un planeta herido y de pueblos lacerados por la codicia y el individualismo.

Carlos Miguélez Monroy

Periodista

Twitter: @cmiguelez