CUENTOS PARA CRECER

Las tres hijas

Érase una vez una valiente mujer que trabajaba muy duro durante el día y se esforzaba hasta tarde por las noches para dar de comer y para vestir a sus tres pequeñas hijas. Las tres pequeñas hijas crecieron y se convirtieron en tres jovencitas alegres como pájaros y bellas como el día.

Una tras otra, se fueron casando y se marcharon cada una con su marido. Pasaron los años, y la esforzada mujer, que se había hecho muy vieja, cayó gravemente enferma. Quería volver a ver a sus hijas y mandó en su busca a la pequeña ardilla roja.

—Diles, amable ardillita, diles que vengan pronto. La ardillita corrió y corrió, y llegó a casa de la mayor de las hijas. La hija estaba fregando unos barreños. —¡Oh!

—suspiró ella al enterarse de las malas noticias—.

¡Oh! Iría ahora mismo, pero antes tengo que fregar estos dos barreños.

—¡Ah! ¿De verdad tienes que fregar estos dos barreños ANTES QUE NADA?

—respondió enfadada la ardilla—. Pues bien, querida, no te separarás nunca de ellos. Y los dos barrenos saltaron de repente desde el fregadero, uno sobre la espalda y el otro sobre la tripa de la joven, aprisionándola como una concha. La malvada hija cayó al suelo y salió de la casa a cuatro patas, convertida en una gran tortuga. La ardilla roja corrió y corrió más, y llegó a casa de la otra hija. Ella estaba tejiendo.

—¡Oh! —suspiró la hija al oír las malas noticias—.

¡Oh! Iría ahora mismo, pero antes tengo que tejer esta tela para venderla en la feria.

—¡Ah! ¿De verdad que tienes que tejer una tela para venderla en la feria ANTES QUE NADA?

—respondió enfadada la ardilla—.

Pues bien, querida, tejerás durante el resto de tu vida, tejerás para siempre. Y, en un instante, la hija menor se vio convertida en una gran araña que tejía su tela. La ardilla corrió y corrió de nuevo, y llegó a casa de la tercera hija. La hija estaba amasando. Escuchó las malas noticias y no respondió nada, sino que, sin siquiera molestarse en lavarse las manos, salió hacia la casa de su madre.

—Tú eres una buena hija —dijo contenta la ardilla—.

En adelante, darás al mundo dulzura y felicidad. Todos te cuidarán y amarán, al igual que tus hijos, nietos y bisnietos. Y así fue. La tercera hija vivió mucho tiempo, amada y mimada por todo el mundo. Después, cuando llegó su hora de morir, se convirtió en una bonita abeja dorada.

Y, desde entonces, durante los largos días de verano, la pequeña abeja dorada recoge la miel de las flores desde la mañana hasta la noche, y sus patas delanteras amasan constantemente la dulce masa.

Durante el invierno duerme apaciblemente en una templada colmena, y cuando se despierta, se alimenta de azúcar y miel.

Sara Cone Bryant y Natha Caputo Un cuento para cada día Boadilla del Monte (Madrid): SM, 2008